He decidido no morir en cama
por muchas cosas importantes,
porque tengo malos recuerdos de cama,
por el asma en la cama
y porque existe el mar, por ejemplo,
el mar que tiene un cinturón de espuma
de cien metros o más
de ancho algunos días,
uno, dos, tres, cuatro,
cinco rompientes
para caerse y levantarse,
tan seguidas que ni hombre ni mar
hallan instante
de arrojar la herradura
de espuma de sus hombros,
celda de espuma, sello
que al fin salta en pedazos.
He decidido no morir en cama
ni aun como mar abierto
en una cama.
Aunque termine el tiempo
de jugar al león sobre la arena,
junto a los hijos o a la hembra
sobre la seca arena,
he decidido no morir en cama
porque no sé para qué sirve
ese morir en cama,
no sé para qué sirve
ese morir de cara al techo.
(Yo no sé, por ejemplo,
por qué hay sacerdote
a la hora de morir
y no hay sacerdote
a la hora de nacer.
Por qué, si no se nace
jamás
para quedar
de cara a un techo.
Lo sé yo que he nacido
de verdad una vez,
una vez y otra vez,
un cinturón de veces,
de celdas y de sellos
de espuma hechos pedazos).
Aunque termine el tiempo
de la tierra firme,
ay, muy a mi pesar, porque en la tierra
firme
hay sombras muy profundas
que perfuman las violetas,
he decidido no morir en cama.
Total, para dormir
después de haber llorado
no hace falta una cama;
basta un tronco de árbol
para apoyar la espalda
y dormir, después de haber llorado.
Uno, dos, tres, cuatro,
cinco veces o siempre
yo jugaré al león
junto a las olas,
haré reír a la hembra o a las hembras
o a los muchos cachorros,
que podrían ser más, que podrían ser más...
Pero morir en una cama, no.
Por cosas como el asma,
por cosas como el techo,
por cosas como el alma,
que no muere.